28-09-2018, Palau Sant Jordi Barcelona. Promotora: The Project. Crónica y fotos: Rosario López.
Raphael, atemporal y vestido (cómo no) rigurosamente de negro, desafió una vez más ayer cualquier tipo de prejuicio y qué dirán ofreciendo un épico concierto en el Palau Sant Jordi, en formato anfiteatro esta vez. Y no podemos por menos que rendirnos a sus pies.
75 años no son nada, lo prueba su torrente de voz que sonaba más poderoso y convincente que nunca e iba a más toda la noche: una arma infalible para mantener la atención del público durante las generosas dos horas y media que duró el repertorio. Y es que no hubo quien le quitara los ojos de encima mientras esta leyenda viva de la música hacía lo que mejor sabe hacer: entretener sin concesiones con sus grandes himnos y su personalidad única.
Entre las tres primeras canciones iniciales figuraron dos referencias a su último disco, Infinitos bailes: el tema que le da título e Igual (Loco por Cantar), ésta última toda una declaración de intenciones. Pero en seguida Raphael tomó el micrófono para dirigirse a su público y retarles: “aunque esta canción que acabo de tocar es de mi último disco, yo sé por qué estáis aquí”. A continuación descorchó Mi Gran Noche y se le veía feliz observando el efecto de éxtasis generalizado que se hizo con el recinto, era como se si hubiera accionado un interruptor, todo el mundo de pie, bailando sin remedio, ya desde las primeras filas.
Su repertorio en esta gira adopta por momentos ademanes rockeros: le acompaña una gran banda, compuesta de músicos jóvenes, que dota a sus clásicos de siempre de un empaque instrumental de lo más refrescante. Otra muestra de este afán de buscar contrapuntos estilísticos interesantes fue el desarrollo de Por Una Tontería: del deje melancólico cantando apoyado junto al piano pasó al volantazo rockero con las guitarras tomando protagonismo rabioso, la perfecta descripción sónica del descenso a los infiernos que implica el final de una relación. Estuve enamorado entró en escena camuflada bajo el riff del Day Tripper de los Beatles, y los exquisitos arreglos dejaron el paralelismo pop en bandeja. Con La quiero a morir la noche recuperó el pulso típicamente raphaeliano de la noche.
Nos queda claro que el potencial dramático de sus canciones es maleable y no entiende de estilos, y ahí está su carisma y sus grandes dotes de interpretación como elemento central para acabar de defenderlo todo a capa y espada: suene lo que suene, cante lo que cante, Raphael te arrastra con él. Puede que ya no se mueva como lo hacía en los años ochenta (algo natural, por otra parte) pero es innegable que mantiene intacto su mojo escénico, como bien demostró con sus bailes llenos de intención en Gavilán, con el dueto virtual que se marcó con las grabaciones radiofónicas de Carlos Gardel en Volver, con la convicción con la que defendió su persona-personaje en Yo sigo siendo aquel o Volveré a nacer. Raphael es excesivo, sí, pero lo es porque puede, porque así nos gusta, y se las apaña para mantener su elegancia mientras reivindica con cada gesto y cada levantamiento de cejas su única manera de ser.
El tramo final del concierto enlazaría una sucesión de grandes canciones de esas que parece que ya no se hacen: Estar enamorado, En carne viva y Escándalo, el momento más eufórico de toda la noche. Cuando ya casi parecía que no quedaba más, llegó Que Sabe Nadie, quizá su himno más personal, en el que deja claro que solo se debe a sí mismo para vivir su vida. Puestos a rematar, cayó Yo Soy Aquel, y el público ahí ya estaba tan desatado cantando que casi no le dejaba cantar a él. Después de tomar un respiro y de que Raphael prometiera volver “si Dios quiere y si mi público volvéis a venir a verme”, y con una proyección del signo de infinito a sus espaldas, cerró la noche con Como yo te amo: el gesto perfecto de tan emotivo, deliciosamente excesivo. El cierre perfecto para una noche de altos vuelos. De escándalo.